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A pesar de você

    por Ivonne Trías (Brecha 19/08/16)

    Un caminito de migas de pan debería permitir a otras personas perdidas en un bosque encontrar el camino de salida. O si en vez de perdidas estuvieran rotas o desarmadas, encontrar el camino para recomponerse.

    La película Migas de Pan no es una historia de la cárcel política de mujeres ni de la represión en Uruguay. Es, a mi entender, una ficción en entornos reales, un alegato contra la tortura y, sobre todo, una mirada empática sobre el proceso de recomposición del alma maltratada.

    Cada personaje es aquí una combinación de diversas personas y cada hecho está compuesto por otros tantos ocurridos en distintos escenarios y momentos aunque hayan sido colocados, por decisión autoral, en uno.

    Migas de Pan arranca en un muy cercano 2010, esbozando las circunstancias actuales de Liliana Pereira, circunstancias que pronto le reclaman una vuelta atrás en busca de respuestas.

    La acción se traslada entonces a 1975, año en que la represión en el Río de la Plata dio un salto cualitativo.

    En Uruguay la dictadura intentó, con el Año de la Orientalidad y otros usos abusivos de la historia, “reformular los contenidos y modalidades de la identidad nacional” –como dicen Cosse y Markarian– al tiempo que desataba violentos operativos sobre los sectores aún organizados (Partido Comunista, Partido por la Victoria del Pueblo; sindicatos, cooperativas).

    Las detenciones masivas de hombres y mujeres se habían iniciado en 1972, con toda la dureza imaginable.

    Para muchos soldados aquella era la primera vez que presenciaban la tortura y, en particular, la tortura a mujeres. Algunos gestos de elemental humanidad de la tropa hacia las detenidas ­–permitir aflojarse la venda, cambiar de postura, sentarse si estaba embarazada, tomar agua– fueron de inmediato reprimidos por la oficialidad. Ya en 1975 no volaba una mosca que no fuera siniestra. La tortura avanzó varios casilleros en su viaje al infierno.

    En el Establecimiento Militar de Reclusión número 2 –donde el flashback coloca a la protagonista de Migas de Pan después de grandes peripecias–, el endurecimiento fue neto: militarización de la vida cotidiana (pararse firme, numerarse, formar para bandera, alarmas y simulacros, tirarse cuerpo a tierra en cualquier parte), traslados, quema de libros y sustitución por libros de autores ultraderechistas.

    LA COMPLEJIDAD DE CONTAR. Frente a mi casa natal vivían los turcos, una pareja de extranjeros que hablaban muy mal el español. Cada vez que le decíamos turca, ella retrucaba: turca no, libanesa. Para nosotros era un juego divertido hasta que una vez la turca se enojó o se angustió mucho y lloró y pateó cosas. Sólo después que la confortamos con un abrazo nos contó que los turcos habían matado a su familia y habían secuestrado a su hermana menor. Que la ofendíamos cuando le decíamos turca. Lloraba la libanesa, sola en este país tan lejano y sordo, sin que lográramos entender su historia a cabalidad. No sabíamos nada de las guerras ni del imperio otomano ni de las minorías cristianas. Ella no sabía explicarnos. No pudimos ubicar su pena en un mapa comprensible.

    Cabe preguntarse si no sucede algo así las pocas veces que contamos la tortura o la cárcel a nuestros hijos o amigos. Porque el mapa comprensible para ubicar los hechos personales tiene que ser social. Social porque el daño ocasionado no se puede superar con un mero cambio en la conciencia: es necesaria –como sostiene Jean Améry– una acción social, pública, en el mismo marco histórico, que cambie la situación de soledad y desamparo en que la víctima se encontró frente al verdugo.

    Frente a tanta dificultad, la directora de Migas de Pan entendió que había que insistir. ¿Y cómo? Contando, con respeto y delicadeza, pero con toda la verdad que se pueda aportar. Contando como cuenta una mujer la violencia, sin el regodeo ambiguo con que el cine suele presentar una violación o un cuerpo desnudo.

    Como bien señala Jorge Ruffinelli “ya desde el guión y el proyecto, Manane Rodríguez debió sin duda decidir con cuánto realismo mostrar la tortura y las violaciones en los cuarteles. Recuerdo que una vez un cineasta argentino me confió su incomodidad al ver Garage Olimpo (1999, Marco Bechis) porque mostraba ‘escenas de tortura’, hasta que le recordé que la película no mostró ni una sola: cuando elegían a una víctima para martirizarla, el torturador ponía música de una radio a máximo volumen y cerraba la puerta de la habitación.

    La ‘representación del acto estaba en la imaginación de los espectadores”.

    El relato tiene que salvar una distancia de varias décadas donde los cambios han sido sus-tanciales. Saltar del pre-internet al pokémon.

    Hay un dibujo animado de Walt Disney que ilustra bien esta dificultad. En el dibujo el gato padre –en Disney no hay madres, sólo padres o tíos– trata de explicar al gato cachorro un asunto de fundamental importancia para su vida: qué es un ratón. El gato dice: tiene una cola larga, y el gatito imagina una cola peluda y exuberante. El gato: tiene dos orejas en punta, y el gatito imagina unas grandes orejas de burro. Y el cuerpo es redondeado, con cuatro patas, dice el gato. Y el gatito completa su monstruo con un cuerpo de barril y patas de caballo. Vaya a convencerlo luego de que hay que salir a perseguir al ratón.

    Era necesario que en los relatos para Migas de Pan no sucediera esto. Que el relato no fuera ni falso ni aterrador. Hubo que combinar relatos, dibujos y objetos, pero fue la presencia de una maga que les dio movimiento: la directora de arte española, Marta Villar. Ella se metió de lleno en la historia y preguntó, dibujó, volvió a preguntar y cuidó con delicadeza los mínimos detalles.

    Para contarles a las actrices jóvenes cómo era la vida cotidiana en Punta Rieles no hubo mejor método que habilitar las preguntas, todas, sin restricciones. No anduvieron con vueltas. Preguntaron de la a a la zeta, todo. Para conformar sus papeles pero también para saber, con cordial curiosidad. Para ponerse en el lugar. Para pensar cómo sería si. Como siempre quisimos ser preguntadas.

    LA PRESENCIA DEL PASADO EN EL PRESENTE. Menudo trabajo le espera a quien pretenda guardar los hechos del pasado separados del presente. Tendrá que establecer cuándo se curan las secuelas de la tortura, el saqueo de la intimidad, el daño a los vínculos. La presión que sufre el joven Diego en la película, ante la exposición pública de su madre en una denuncia por violencia sexual, ¿es pasado o presente?

    Para enterrar el pasado hay que asegurarse de que esté bien seco, no sea cosa que vaya a germinar. Asegurarse de que la tortura y la humillación a los detenidos, por ejemplo, es cosa del pasado pisado. Sin mentir.

    La mayoría de los presos políticos tuvimos el respaldo de la familia, de los amigos y vecinos, de los compañeros que no estaban presos. Contábamos además con un capital cultural invalorable que nos permitió inventar mil formas de organizar la cotidianidad interna carcelaria en forma defensiva-creativa, de preservarnos colectivamente. Esta afirmación trae una pregunta obligada: ¿qué pasa cuando esos recursos no están disponibles?, ¿cuando entre el torturador y vos no hay nada más, no hay nadie más? Solos ante la prepotencia, sin historia en la que inscribirse, muchas veces sin visitas, sin respaldo, sin el escudo de la cultura como están hoy tantos adolescentes y adultos presos.

    Traer el pasado al presente para reapropiarse colectivamente de las cosas buenas que pasaron “a pesar de você”. No para hacer culto, porque para salvar el pasado hay que “arrancarlo al conformismo que en cada instante amenaza con violentarlo”, como advierte Benjamin.

    Por alguna razón existe una dificultad nacional para hacer ingresar el pasado reciente a la ficción, como si la sobriedad del documental y el testimonio nos amparara de algo, de la libertad de contar o del peligro de salirse de la norma.

    Migas de Pan, incómoda y tierna, dará lugar a muchas conversaciones necesarias.

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